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Gabriel García Márquez

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Retrato de Gabriel García Marquéz en un óleo sobre de tela 55 x 46 cm / Pintor Alejandro Cabeza



INMANENCIA
Salomé Guadalupe Ingelmo

Nunca hubo una muerte más anunciada.
Gabriel García Márquez, Crónica de una muerte anunciada



“Será un nuevo éxito”, comenta excitado mientras lee sobre la pantalla del ordenador las palabras que los electrodos captan directamente de su cerebro.

Tardó mucho en descubrir su verdadera vocación. Por fin, a sus veinticinco años, estuvo seguro: se convertiría en escritor. Su ataúd no lograría disuadirle; se considera un hombre firme, de gran determinación. Ciertamente ninguna experiencia tiene del mundo: ha ido creciendo en su caja, ajeno a la realidad exterior. No será impedimento. ¿Acaso no describió Julio Verne lugares nunca vistos? Además los tiempos se alían con él: ahora la literatura aboga por una introspección que a menudo roza el onanismo. Y a él, en su estrecha “muerte viva”, le sobra tiempo para pensar.

El editor parece satisfecho; sus libros se venden como churros. Encontrada la fórmula, escribe uno tras otro como quien, en efecto, saca uniforme masa de una sobada manga pastelera.

Está orgulloso: ha logrado su sueño. Pero las pesadillas se repiten cada noche. El huracán arranca las paredes de su frágil casa, le arrebata sin esfuerzo el ataúd cual liviano pijama. Las páginas de sus novelas vuelan dejando un inconfundible rastro de tufo a podrido, a carne manida. Y él, desnudo e indefenso, es arrastrado por una multitud de voraces hormigas. Aunque ya no es exactamente él sino un malogrado feto con rizada cola de cerdo; un engendro fruto de demasiada consanguineidad y endogamia. Quienes antes le aclamaban huyen cubriéndose la nariz con sus pañuelos.

Debería estar satisfecho: ha alcanzado su sueño… Pero sospecha que, a diferencia de los grandes autores, a quienes sus obras sobrevivieron, él, presuntamente inmortal, habrá de asistir a la desaparición de sus propios hijos. Quizá fue una ilusión. Quizá esté definitiva y realmente muerto. Muerto del todo. Muerto como un cadáver ordinario, uno cualquiera. Quizá la fiebre tifoidea se lo llevó de verdad a los siete años. Quizá haya comenzado a corromperse ya, lenta pero inexorablemente, por dentro.

[1] Salomé Guadalupe Ingelmo, Inmanencia, en la revista digital miNatura. Revista de lo breve y lo fantástico 129, septiembre-octubre 2013, p. 30-31; p. 26-27 en su versión inglesa


Raymond Carver

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Retrato de Raymond Carver en un óleo sobre tela de 55 x 46 cm / Pintor Alejandro Cabeza  2014


“Todo es importante en un relato, cada palabra, cada signo de puntuación. Creo mucho en la economía dentro de la ficción.”

“Odio, por el contrario, la escritura sucia o coyuntural que se disfraza con los hábitos de la experimentación o con la supuesta zafiedad que se atribuye a un supuesto realismo. En el maravilloso cuento de Isaak Babel, Guy de Maupassant, el narrador dice acerca de la escritura: Ningún hierro puede despedazar tan fuertemente el corazón como un punto puesto en el lugar que le corresponde.”

“Tanto en la poesía como en la narración breve, es posible hablar de lugares comunes y de cosas usadas comúnmente con un lenguaje claro, y dotar a esos objetos, una silla, la cortina de una ventana, un tenedor, una piedra, un pendiente de mujer, con los atributos de lo inmenso, con un poder renovado.”

“Cualquier gran escritor, o simplemente buen escritor, elabora un mundo en consonancia con su propia especificidad.

Tal cosa es consustancial al estilo propio, aunque no se trate, únicamente, del estilo. Se trata, en suma, de la firma inimitable que pone en todas sus cosas el escritor. Este es su mundo y no otro. Esto es lo que diferencia a un escritor de otro. No se trata de  talento. Hay mucho talento a nuestro alrededor. Pero un escritor que posea esa forma  especial de contemplar las cosas, y que sepa dar una expresión artística a sus contemplaciones, tarda en encontrarse.”

“Al primer signo de juego o de truco en una narración, sea trivial o elaborado, cierro el libro.”
                                                                                               (Raymond Carver)


Si me necesitas, llámame (fragmento)

Así que nos sentamos frente al fuego bebiendo café y escuchando una radio de Eureka que emitía toda la noche mientras hablábamos de los caballos y luego de Richard y de la madre de Nancy. Bailamos. No mencionamos para nada nuestra situación. La bruma pendía al otro lado de la ventana y charlamos y estuvimos cariñosos el uno con el otro. Al amanecer apagué la radio, nos acostamos e hicimos el amor.

Por la tarde, cuando hizo todos los preparativos y cerró las maletas, la llevé a un pequeño aeropuerto donde cogería un vuelo a Portland. Allí haría transbordo con otra compañía aérea que la dejaría en Pasco bien entrada la noche.
—Saluda a tu madre de mi parte. Dale a Richard un abrazo y dile que le echo de menos. Dile que le quiero.
—Él también te quiere a ti. Ya lo sabes. En cualquier caso, le verás en otoño, estoy segura.
Asentí con la cabeza.
—Adiós —dijo, tendiéndome los brazos.
Nos abrazamos.
—Me alegro de lo de anoche —dijo—. Los caballos. La conversación. Todo. Es una ayuda. Nunca lo olvidaremos.
Se echó a llorar.
—Me escribirás, ¿verdad? —le dije—. Ni por un momento pensé que nos ocurriría esto a nosotros. Después de tantos años. Ni soñarlo. A nosotros, no.
—Te escribiré —dijo ella—. Cartas muy largas. Las más largas que hayas recibido jamás después de las que te mandaba en el instituto.
—Estaré impaciente por recibirlas.
Luego me miró otra vez y me pasó la mano por la cara. Me dio la espalda y se dirigió al avión que la esperaba en la pista.
—Adiós, amada mía, que Dios sea contigo.
Subió al avión y me quedé ahí hasta que los motores a reacción se pusieron en marcha. Al cabo de un momento, el avión empezó a rodar por la pista. Despegó sobre la Bahía de Humboldt y pronto se convirtió en un punto en el cielo.
Volví a casa, dejé el coche en el camino de entrada y miré las huellas de los cascos de los caballos. Había marcas profundas en el césped, y calvas, y montones de estiércol. Entré luego en la casa y, sin quitarme siquiera el abrigo, fui al teléfono y marqué el número de Susan.   


Por la mañana pensando en el imperio

Apretamos los labios contra el borde esmaltado de las tazas
e intuimos que esta grasa que flota
en el café logrará que el corazón se nos pare cualquier día.
Ojos y dedos se dejan caer sobre los cubiertos de plata
que no son de plata. Al otro lado de la ventana, las olas
golpean contra las paredes desconchadas de la vieja ciudad.
Tus manos se alzan del áspero mantel
como si fueran a hacer una profecía. Tus labios se estremecen...
Te diría que al diablo con el futuro.
Nuestro futuro yace en lo más profundo de la tarde.
Es una calle angosta por la que pasa un carro con su carretero,
el carretero nos mira y vacila,
luego menea la cabeza. Mientras tanto,
rompo indiferente el espléndido huevo de una gallina de raza Leghorn.
Tus ojos se nublan. Te vuelves para mirar el mar
tras la hilera de tejados. Ni las moscas se mueven.
Rompo el otro huevo.
Seguramente nos hemos empequeñecido juntos.


“YO era joven, pasaba hambre, bebía, quería ser escritor. Casi todos los libros que leía pertenecían a la Biblioteca Municipal del centro de Los Ángeles, pero nada de cuanto me caía en las manos tenía que ver conmigo, con las calles, ni con las personas que me rodeaban. Me daba la sensación de que todos se dedicaban a hacer juegos de prestidigitación con las palabras, que aquellos que no tenían prácticamente nada que decir pasaban por escritores de primera línea. Sus libros eran una mezcla de sutileza, artesanía y formalismo, y era esto lo que se leía, se enseñaba en las escuelas, se digería y se transmitía. Era un invento cómodo, una Logocultura ingeniosa y prudente. Había que volver a los autores anteriores a la Revolución Rusa para encontrar algo de aventura, un poco de pasión. Había excepciones, pero eran tan escasas que se agotaban rápidamente y uno se quedaba sin saber qué hacer ante las filas interminables de libros insípidos…
Pero cierto día cogí un libro, lo abrí y se produjo un descubrimiento. Pasé unos minutos hojeándolo. Y entonces, a semejanza del hombre que ha encontrado oro en los basureros municipales, me llevé el libro a una mesa. Las líneas se encadenaban con soltura a lo largo de las páginas, allí había fluidez. Cada renglón poseía energía propia y lo mismo sucedía con los siguientes. La esencia misma de los renglones daba entidad formal a las páginas, la sensación de que allí se había esculpido algo. He allí, por fin, un hombre que no se asustaba de los sentimientos. El humor y el sufrimiento se entremezclaban con sencillez soberbia. Comenzar a leer aquel libro fue para mí un milagro tan fenomenal como imprevisto.
Tenía tarjeta de lector. Rellené la hoja del servicio de préstamo, me llevé el libro a casa, me tumbé en la cama, me puse a leerlo y mucho antes de acabarlo supe que había dado con un autor que había encontrado una forma distinta de escribir. El libro se titulaba “Pregúntale al polvo” y el autor se llamaba John Fante. Tendría una influencia vitalicia en mis propios libros. Acabé “Pregúntale al polvo” y busqué más libros de Fante en la biblioteca. Encontré dos. “Dago red” y “Espera a la primavera, Bandini”. La calidad era la misma, se habían escrito con el corazón y las entrañas y no hablaban de otra cosa.”
(Charles Bukowski)

Azorín

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Retrato de Azorín / Óleo sobre tela  50 x 40 cm  /  Pintor Alejandro Cabeza 2014 /  
Prohibida la reproducción total o parcial


Como si se tratara de uno de esos retratos del siglo XVI: cráneo definido, esculpido por un acentuado claro oscuro. Azorín es personaje de mirada penetrante e inquisitiva, misteriosa como la de la Esfinge, atemporal. Unos rasgos que evocan un pasado aún más lejano del que él mismo habitó. Como si contemplásemos al mismísimo Góngora de Velázquez. Las cuencas de sus ojos, hundidas, y la frente prominente contrastan con esa mandíbula excavada por la edad. Noveita y cuatro años de vida. Azorín se convierte en paradigma de los efectos que la huella del tiempo deja sobre un rostro. Es un modelo para ser pintado y estudiado recurrentemente. Ese rostro aparentemente frágil, cobra en el plano pictórico toda la fuerza que busco en un modelo. 

Son varios los retratos que conservamos de Azorín en las diferentes etapas de su vida. Entre ellos cabe destacar el del vasco Ignacio Zuloaga (Guipúzcoa, 1870 - 1945), que pinta al escritor en su madurez, de perfil ante un paisaje luminoso típico del artista. Quizás este retrato de Zuloaga sea uno de los más populares de Azorín. Siguiendo con autores del norte, encontramos también el retrato de Juan de Echevarría (Bilbao, 1875 - 1931), como el anterior, ambientado al aire libre, aunque siguiendo un canon colorista y más propio del gusto impresionista. El valenciano Joaquín Sorolla (Valencia, 1863 - 1923) ejecutó, por encargo de la Hispanic Society of America con el objetivo de difundir la imagen de los rostros ilustres de la cultura española en America, un retrato muy poco conocido sobre fondo neutro, composición de tamaño natural realizada en grises, caracterizada por una pincelada suelta y espontánea, donde se representa al escritor en su madurez. Más expresionistas y coloristas serian las obras que realizó Genaro Lahuerta (Valencia, 1919 - 1976), composiciones peculiares donde se representa al escritor siempre vinculado a los libros y a la vida literaria. Siguiendo por el litoral levantino, encontraríamos el retrato obra de Adelardo Parrilla Candela (Murcia, 1875 - 1953), un magnifico ejemplo que plasma al escritor en su juventud, cuando aún llevaba bigote, en una composición  muy del gusto académico. De este periodo de juventud recordaría también la obra de corte clásico y tradicional del andaluz Ricardo Baroja y Nessi (Huelva, 1872 - 1956).

A todos estos retratos habría que sumar bastantes dibujos, carboncillos y caricaturas publicitarias, que aun firmadas por artistas destacados de la época o posteriores, no dejarían de ser obras menores.

El mío es un Azorín austero, despojado pictóricamente de todo lo superfluo. He sacrificando cualquier elemento de distracción que pudiese apartarme de lo fundamental: la esencia del ser individuo, del escritor. Una búsqueda que siempre me obsesiona a la hora de pintar  la figura humana.

Alejandro Cabeza 
 

José Augusto Trinidad Martínez Ruiz (Monóvar, Alicante, 8 de junio de 1873 - Madrid, 2 de marzo de 1967), más conocido por su seudónimo Azorín, perteneció a la Generación del 98 y fue novelista, ensayista, crítico literario y dramaturgo.

A partir de 1905 el pensamiento y la producción literaria de Azorín se instaló en el conservadurismo. Se convirtió en colaborador del ABC, desde cuyas páginas participó activamente en la vida política. Antonio Maura y sobre todo el ministro Juan de la Cierva y Peñafiel se convierten en sus máximos valedores. Entre 1907 y 1919 fue cinco veces diputado y dos breves temporadas (en 1917 y 1919), subsecretario de Instrucción Pública. Contaba ya con una larga trayectoria en la prensa madrileña cuando se incorporó a La Vanguardia como crítico literario. Gracias al empeño del director Miquel dels Sants Oliver, Azorín publicó, en este rotativo, cerca de doscientos artículos entre 1914 y 1917.

Viajó incansablemente por España y ahondó en la lectura de los clásicos del Siglo de Oro. En 1924 fue elegido miembro de la Real Academia Española.

Cuando estalló la Guerra Civil huyó del Madrid del Frente Popular y con su esposa, Julia Guinda Urzanqui, se refugió en Francia. Terminada la contienda, pudo regresar a España gracias a la ayuda recibida del entonces ministro del Interior, Ramón Serrano Suñer, a quien años más tarde (1955) dedicó Azorín «con viva gratitud» su obra El pasado (Biblioteca Nueva, Madrid).

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