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Salomé de valenciana

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Salomé vestida de valenciana / Óleo sobre tela  de 61 x 50 cm / Colección particular
Alejandro Cabeza 2017

Sostenía Víctor Hugo: “Aprender a leer es encender un fuego, cada sílaba que se deletrea es una chispa”. Creo que lo mismo se podría afirmar de aprender a escribir. El escritor enciende un fuego, y con esa llama, voluntariamente o no, ilumina. Pero a cambio de ese privilegio, en esa misma llama, esté dispuesto a sumirlo o no, también se consume. Cuanto más se da quien se dedica a esta disciplina, más crece. Y sin embargo, paradójicamente, al tiempo, más se desgasta y mengua. Escribir implica, en cierto modo, una ofrenda de carne y sangre; en el proceso, uno ha de cortar, calculando cuidadosamente qué le permitirá tardar más en desangrarse, pedazos de sí mismo. Aunque, a diferencia de lo que sucede en El mercader de Venecia, el fin no es en absoluto mezquino. Porque, como recompensa a su sacrificio, cuanto más se secciona y reparte el escritor en esa suerte de sagrada comunión, también más se concentra y condensa: más se convierte en médula y corazón, en síntesis y esencia del hecho literario. Ese menguar no significa, por tanto, marchitarse, agotarse y fenecer; sino devenir en núcleo seminal y promesa de nueva vida. Pues el tamaño o la cantidad no corren necesariamente parejos con la calidad.

El mordaz Oscar Wilde afirmaba: “La única ventaja de jugar con fuego es que aprende uno a no quemarse”. Si bien la aseveración parece acertada respecto a nuestra vida cotidiana, difícilmente podría aplicarse al oficio literario. El escritor, de hecho, tercamente, aproxima su mano desnuda a la llama una y otra vez. No solo no escarmienta con la experiencia, sino que persiste en quemarse a pesar del dolor. A veces, incluso, en busca de ese dolor mediante el cual logra aproximarse a sus semejantes, en el que el lector se reconoce de inmediato: al fin y al cabo, qué ser humano no carga con su propia dosis de padecimiento. De ahí, interpreto yo, la a menudo tan mal comprendida frase de Pessoa: “El poeta es un fingidor. Finge tan completamente que hasta finge que es dolor el dolor que en verdad siente”



Salomé Guadalupe Ingelmo, Prólogo de la Antología del Concurso Literario Internacional Ángel Ganivet 2018. Décimo segunda edición, Concurso Literario Internacional Ángel Ganivet, Madrid 2019, pp. 9-13.

Julio Abad Saiz

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Retrato del escultor Julio Abad Saiz / Óleo sobre tela 100 x 73 cm /  Pintor Alejandro Cabeza 2018 Colección particular


Son ya tres los retratos de escultores realizados por mí: el de Francisco Serra Andrés (Valencia, 1924-2002), amigo y compañero al que pinté en 2001, el del legendario escultor extremeño Enrique Pérez Comendador (Hervás, 1900-1981), que pasó a engrosar la colección del Museo de Bellas Artes de Badajoz en 2015, y este que presento  hoy de Julio Abad Saiz, figura representativa del arte conquense. 

Sin embargo, son muchas las obras de mi etapa valenciana que, de una forma u otra, ya tempranamente, me aproximaron a la escultura. Entre ellas, los diferentes estudios sobre figuras ‒El Palleter o La pescadora, ambas en el Museo de Bellas Artes de Valencia, por ejemplo‒ de Emilio Calandín Calandín (Valencia 1870-1919), y mis paisajes de jardines y parques poblados por abundantes estatuas.

A medida que pasan los años, mi acercamiento a la escultura es cada vez mayor. Muchos de los cuadros que he pintado me han dado pie a estudiar y admirar las estatuas o bustos de personajes ilustres magistralmente ejecutados por una infinidad de autores, que a menudo yo mismo he tomado en consideración a la hora de realizar mis propias obras. De esta manera, donde la representación fotográfica era escasa o nula, esa labor escultórica se ha revelado especialmente útil. La escultura puede convertirse, pues, en una fiel aliada para la pintura. La escultura, con la atracción poderosa que ejerce sobre mí, aporta a mi pintura, a modo de revelación, una forma de mirar diferente, una aproximación más directa y real a la hora de analizar la figura humana en todo su esplendor.

En una atmósfera íntima, con la libertad y naturalidad que aporta el pintar a un colega ‒algo muy diferente a lo que generalmente sugiere un encargo‒, este retrato representa a Julio Abad en una composición de medio cuerpo, con utensilios de pintor. En una mano sujeta una paleta que se pierde en el fondo y en la otra, un pincel. Qué mejor forma de rendir homenaje a un escultor que primero quiso ser pintor. 

Este retrato, donde me he permitido toda la clase de licencias que generalmente caracterizan mi pintura, muestra una soltura homogénea en todos los sectores del cuadro. Una visión fugaz y sintética ‒a veces casi esquemática‒ en el conjunto de la obra facilita que el espectador se concentre en el rostro del modelo, que es lo que en definitiva realmente me interesa.

Las composiciones metapictóricas o las alegorías sobre del oficio del pintor siempre ‒especialmente en mis autorretratos‒ me han atraído como fórmula de rendir homenaje al arte y a una tradición que parece en riesgo de extinción en nuestros días. Este género nos hace recordar cuál es la verdadera esencia de nuestro oficio. Que el arte, si se tocan las teclas correctas, nos conmueve y puede ser incluso atemporal. Que lo que gracias a la formación y la experiencia somos capaces de realizar, a su vez nos provee de redoblado impulso y creatividad para abordar nuevas obras.

Julio Abad Saiz nace en Cuenca en 1949. Se define a sí mismo como un escultor figurativo autodidacta que desde muy pequeño se interesó por el arte en sus más diversas formas. Ya a temprana edad comenzó a dibujar los personajes de las películas que veía en el cine. En su adolescencia, mientras se forma en esta disciplina, empieza a destacar en la asignatura de dibujo. No obstante, quedó fascinado al contemplar cómo un escultor moldeaba el barro con sus manos. Es este el momento en que entra por primera vez en contacto con la escultura y descubre su habilidad para dar forma a los volúmenes. 

Abandonada la pintura, Julio Abad Saiz realiza su primera escultura en la academia Granero de Cuenca: el busto de una compañera de curso. A partir de ahí y tras realizar un curso de elaboración de moldes en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando en Madrid, influenciado por escultores clásicos ‒como Miguel Ángel, Bernini o Mariano Benlliure y Gil (Valencia, 1862-1947)‒  e imagineros conquenses ‒como Leonardo Martínez Bueno (Cuenca, 1915-1977) o Luis Marco Pérez (Fuentelespino de Moya, 1896-1983)‒, desarrolla su gusto por el retrato y la figura humana. Así, a lo largo de estos años, ha realizado diversas exposiciones, tanto individuales como colectivas, por toda Castilla-La Mancha, y son numerosos los encargos modelados por él que embellecen la ciudad de Cuenca y sus cementerios.



Armando Palacio Valdés

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Retrato del escritor Armando Palacio Valdés en un óleo sobre tela de100 x 81 cm /
Colección Universidad de Oviedo / Pintor Alejandro Cabeza

Armando Palacio Valdés, hijo predilecto avilesino, novelista y crítico literario y teatral, se dejó fascinar por la escena ya en la adolescencia. Entonces, con sólo trece años, en la Nochevieja de 1866, actuó en un teatro situado en la calle La Cámara. Palacio Valdés formó parte también del elenco de El juglar, una obra escrita por su amigo Clarín. Allí acabó su breve carrera como actor, pero conservó el amor por las representaciones toda la vida. En Madrid, donde se codeó con actores y directores, siguió acudiendo al teatro con asiduidad. De hecho las referencias teatrales abundan en sus novelas. El Cuarto Poder, por ejemplo, comienza en un teatro y el primer capítulo se titula “Se abre el telón”.

El pasado 11 de diciembre, un retrato de uno de nuestros escritores más internacionales pasó a engrosar la colección de la prestigiosa Universidad de Oviedo. Con ocasión de ese hecho, entrevistamos al autor del cuadro.

Armando Palacio Valdés se me antoja el paradigma perfecto del autor relegado que tanto me desconcierta, y que me empujó a poner en marcha este proyecto de, por decirlo de algún modo, rescate iconográfico de grandes talentos literarios, que muy recientemente se ha visto ampliado a figuras meritorias en otros ámbitos del saber.

Aún en vida, Palacio Valdés, hubo de soportar el olvido al final de sus días. Parece que Durante la Guerra Civil, en Madrid, donde residió desde su traslado en 1870 para estudiar Derecho, lo pasó bastante mal. Ya enfermo, él, que había tenido una vida privilegiada y había cosechado reconocimiento y fama, llegando a pertenecer incluso a la Real Academia Española, conoció el hambre y el desamparo. Los hermanos Álvarez Quintero le hacían llegar los víveres que podían reunir; al final fueron su única fuente de ayuda hasta su muerte en 1938, con 84 años de edad. Me parece un gran ejemplo de la ingratitud que la sociedad a menudo reserva para sus cerebros o sus talentos más destacados, y es esa injusticia la que precisamente yo intento paliar con mis obras.

Junto con Blasco Ibáñez, con quien curiosamente comenzó este proyecto pictórico hace ya más de una década, Palacio Valdés es nuestro autor más internacional, especialmente traducido al inglés. En nuestro país fue objeto de homenajes a principios del siglo XX. Se hizo tan popular que, a la muerte de Galdós, fue considerado Patriarca de las Letras Españolas. Sin embargo, fuera de su Asturias natal, actualmente, a pesar de ser autor muy prolífico, los lectores españoles no parecen muy familiarizados con su figura. Estas cosas me turban profundamente.

Fragmento de la entrevista:

Culturamas
Correo Cultural
Luz Cultural
Todo  Literatura

Lucas Mallada y Pueyo

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Retrato de Lucas Mallada y Pueyo en un óleo sobre tela de 116 x 89 cm / Perteneciente a la 
Colección del Museo Geominero de Madrid /  Pintor Alejandro Cabeza 2017

Lucas Mallada y Pueyo fue un destacado ingeniero de minas, paleontólogo y académico español. Nació en Huesca, España, en 1841, y después de completar sus estudios elementales, su familia se trasladó a Zaragoza, donde pudo cursar el bachillerato. Posteriormente, se trasladaron a Madrid, donde obtuvo el grado de Bachiller por la Universidad Central en 1859. Al año siguiente, ingresó en la Escuela de Minas de Madrid, superando un riguroso examen de ingreso ante un tribunal de cinco miembros. En 1866, obtuvo el título de ingeniero de minas.

Comenzó su carrera como ingeniero del Estado en Almadén, Asturias y Teruel, desempeñando su labor hasta 1870. En Asturias, también fue profesor en la Escuela de Capataces de Minas de Sama de Langreo. Durante la década de 1870 y hasta 1911, se dedicó a la Comisión del Mapa Geológico Nacional, tanto como vocal como miembro agregado. En este ámbito, realizó tres mapas y memorias físico-geológicas provinciales: Cáceres, Huesca y Córdoba. En 1872, junto a Ángel Rubio, trabajó como ayudante de Fernández de Castro en el estudio de los fósiles traídos de Cuba, además de llevar a cabo una descripción física y geológica de la isla.

Desde 1879 hasta 1892, fue catedrático de Paleontología en la Escuela de Minas. Dos de sus obras más importantes son "Sinopsis de las especies fósiles que se han encontrado en España", publicada en diferentes entregas entre 1875 y 1887, donde se catalogan y describen los fósiles conocidos en España hasta ese momento, con un total de 1400 especies. En 1892, publicó el "Catálogo general de las especies fósiles que se han encontrado en España", que abarca 4058 especies.

En 1895, fue invitado por la Real Academia de Ciencias para ocupar el sillón vacante tras el fallecimiento de Manuel Fernández de Castro. En 1897, con motivo de su ingreso en la Real Academia de Ciencias Exactas, Físicas y Naturales, presentó la conferencia "Los progresos de la Geología en España en el siglo XIX".

Además de sus contribuciones en paleontología, Mallada se encargó de la "Explicación del Mapa Geológico de España", una obra que consta de siete tomos y que se completó en 1911, año en que se jubiló. Lucas Mallada y Pueyo falleció en Madrid en 1921.

 

Autorretrato con sombrero

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Autorretrato con sombrero / Óleo sobre tela 70 x 50 cm / Pintor Alejandro Cabeza 2017


El arte es una de las fórmulas indispensables por medio de las cuales los seres humanos se orientan en el mundo y llegan a comprender su propia naturaleza. Ese esfuerzo que el arte exige por entender lo humano, sensibiliza y hace a las personas más flexibles. Nos vuelve más receptivos a los sentimientos e ideas de los otros. El arte, que requiere reflexión y sensibilidad, es enemigo de los estereotipos y de las soluciones fáciles. El arte es contrario al salvajismo, la indiferencia y el conformismo. Saca a la luz las inquietudes universales y abate las fronteras nacionales y las diferencias raciales. El verdadero arte es incompatible con el chauvinismo, con el odio racista y con los prejuicios de cualquier tipo.

Las imágenes mediante las cuales lucha por comprender e interpretar el mundo que le rodea son tan legítimas como las leyes y las hipótesis de la ciencia, y su impacto en la evolución del ser humano no se revela menor. Esas imágenes se convierten en propiedad de toda la humanidad, e influyen sobre sus miembros y sobre las relaciones que se establecen entre ellos. Por lo general, de manera furtiva. Pero a veces, también, abiertamente. Tras su aparición, el mundo nunca vuelve a ser el mismo.

El arte enseña a vivir: a ser tolerantes y a valorar y admirar el trabajo de nuestros semejantes. Enseña, como Ortega manifiesta en El Espectador, en “Verdad y perspectiva”, que “cada hombre tiene una misión de verdad. Donde está mí pupila no está otra: lo que de la realidad ve mi pupila no lo ve otra. Somos insustituibles, somos necesarios.


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