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Autorretrato con bata blanca

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Autorretrato con bata blanca / Óleo sobre tela de 100 x 73 cm / Pintor Alejandro Cabeza 2018.


Somos como piezas de un mismo tablero: lo solemos llamar vida. Sobre él nos relacionamos unos con otros, en encuentros donde salen ganadores y perdedores. No importa ser uno o lo otros: triunfamos siempre para fracasar después, y al contrario. 

Como si nos pusieran a prueba, obedecemos a nuestra conciencia ―o a lo que nos queda de ella―. A veces sin orden. Otras… en el caos más absoluto. Somos prisioneros de un único sistema. No importa si estamos en el o no, siempre estamos relacionados entre si, directamente o indirectamente. Necesitamos ser queridos, estar presentes sólo para saciar la inagotable exigencia de nuestra vanidad humana. Pero no podemos sustraernos a determinadas responsabilidades, a compromisos ineludibles: del pasado y los recuerdos se encarga nuestro propio celebro; de nuestra muerte y desaparición, la historia. 

El corazón dicta y los sentimientos afloran: con amor, con odio, con desden… Nuestro tesoro más preciado es la verdad, nuestra verdad. Que a veces se disfraza con nuestra mentira. El arte procura acercarnos a esa verdad.

 Alejandro Cabeza (29 de Noviembre de 2011).

Ángela Ruiz Robles

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Retrato de Ángela Ruiz Robles en un ´oleo  sobre tela de 55 x  46 cm / Pintor Alejandro Cabeza 2018  


El retrato de Ángela Ruiz Robles se incorpora a los fondos del Museo Pedagógico de Galicia (MUPEGA), que, devoto de quien fue una de las mujeres españolas más destacadas y singulares del siglo XX, lo acoge con gran entusiasmo.

Ubicado en La Coruña, en Santiago de Compostela, el Museo Pedagógico de Galicia es un museo dependiente de la Consellería de Cultura, Educación e Ordenación Universitaria de la Xunta de Galicia. Este centro específico del Departamento de Educación y Orientación Universitaria tiene por objetivo la recuperación, salvaguarda, estudio y difusión de todas aquellas expresiones educativas que ponen de relieve la variedad y riqueza del patrimonio pedagógico gallego, posibilitando así su catalogación sistemática. De esta forma, el museo garantiza su permanencia en el tiempo, alienta su investigación científica y promueve su transmisión como legado vivo y en continua evolución.

Realizo el retrato basándome en una de las encasas fotografías de la docente a mi alcance. Respetando la sencillez de su figura, con la intención de capturar y reavivar la chispa del talento que la mirada revela fugazmente y a menudo pasa desapercibida a la fotografía, me esfuerzo por recrear, mediante el espacio y el color, una atmósfera sugerente y al tiempo sobria, discreta como la propia retratada.

Ángela Ruiz Robles (Villamanín, 28 de marzo de 1895 - Ferrol, 27 de octubre de 1975) engrosa las filas de esas mujeres y hombres que, a lo largo de sus vidas, con trabajo y dedicación, se esforzaron por cultivar sus verdaderas vocaciones, y que a cambio fueron injustamente olvidados o escasamente reconocidos.

Ángela Ruiz Robles fue maestra y formó a otras muchas mujeres y hombres que siguieron sus pasos. Comprometida no sólo con sus alumnos sino también con toda la comunidad y preocupada por la formación de los adultos, en su tiempo libre daba clases gratuitas nocturnas en la Escuela de San José Obrero, a la que asistían trabajadores de los astilleros. Además de su vocación docente, doña Ángela se convierte en inventora al poner su talento a disposición de novedosos métodos didácticos que se materializan en la Enciclopedia Mecánica, precursora del libro electrónico y destinada a facilitar el aprendizaje mediante la catalogación práctica y asimilable de los conocimientos en poco espacio, esfuerzo que fue premiado por el Gobierno aunque sus desvelos por implantar el nuevo ingenio se vieron en buena medida frustrados. No obstante, queda el ejemplo de constancia que nos ofrece esta maestra, autora de numerosos libros de texto e inventora adelantada a su tiempo.

Salomé de valenciana

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Salomé vestida de valenciana / Óleo sobre tela  de 61 x 50 cm / Colección particular
Alejandro Cabeza 2017

Sostenía Víctor Hugo: “Aprender a leer es encender un fuego, cada sílaba que se deletrea es una chispa”. Creo que lo mismo se podría afirmar de aprender a escribir. El escritor enciende un fuego, y con esa llama, voluntariamente o no, ilumina. Pero a cambio de ese privilegio, en esa misma llama, esté dispuesto a sumirlo o no, también se consume. Cuanto más se da quien se dedica a esta disciplina, más crece. Y sin embargo, paradójicamente, al tiempo, más se desgasta y mengua. Escribir implica, en cierto modo, una ofrenda de carne y sangre; en el proceso, uno ha de cortar, calculando cuidadosamente qué le permitirá tardar más en desangrarse, pedazos de sí mismo. Aunque, a diferencia de lo que sucede en El mercader de Venecia, el fin no es en absoluto mezquino. Porque, como recompensa a su sacrificio, cuanto más se secciona y reparte el escritor en esa suerte de sagrada comunión, también más se concentra y condensa: más se convierte en médula y corazón, en síntesis y esencia del hecho literario. Ese menguar no significa, por tanto, marchitarse, agotarse y fenecer; sino devenir en núcleo seminal y promesa de nueva vida. Pues el tamaño o la cantidad no corren necesariamente parejos con la calidad.

El mordaz Oscar Wilde afirmaba: “La única ventaja de jugar con fuego es que aprende uno a no quemarse”. Si bien la aseveración parece acertada respecto a nuestra vida cotidiana, difícilmente podría aplicarse al oficio literario. El escritor, de hecho, tercamente, aproxima su mano desnuda a la llama una y otra vez. No solo no escarmienta con la experiencia, sino que persiste en quemarse a pesar del dolor. A veces, incluso, en busca de ese dolor mediante el cual logra aproximarse a sus semejantes, en el que el lector se reconoce de inmediato: al fin y al cabo, qué ser humano no carga con su propia dosis de padecimiento. De ahí, interpreto yo, la a menudo tan mal comprendida frase de Pessoa: “El poeta es un fingidor. Finge tan completamente que hasta finge que es dolor el dolor que en verdad siente”



Salomé Guadalupe Ingelmo, Prólogo de la Antología del Concurso Literario Internacional Ángel Ganivet 2018. Décimo segunda edición, Concurso Literario Internacional Ángel Ganivet, Madrid 2019, pp. 9-13.

Julio Abad Saiz

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Retrato del escultor Julio Abad Saiz / Óleo sobre tela 100 x 73 cm /  Pintor Alejandro Cabeza 2018 Colección particular


Son ya tres los retratos de escultores realizados por mí: el de Francisco Serra Andrés (Valencia, 1924-2002), amigo y compañero al que pinté en 2001, el del legendario escultor extremeño Enrique Pérez Comendador (Hervás, 1900-1981), que pasó a engrosar la colección del Museo de Bellas Artes de Badajoz en 2015, y este que presento  hoy de Julio Abad Saiz, figura representativa del arte conquense. 

Sin embargo, son muchas las obras de mi etapa valenciana que, de una forma u otra, ya tempranamente, me aproximaron a la escultura. Entre ellas, los diferentes estudios sobre figuras ‒El Palleter o La pescadora, ambas en el Museo de Bellas Artes de Valencia, por ejemplo‒ de Emilio Calandín Calandín (Valencia 1870-1919), y mis paisajes de jardines y parques poblados por abundantes estatuas.

A medida que pasan los años, mi acercamiento a la escultura es cada vez mayor. Muchos de los cuadros que he pintado me han dado pie a estudiar y admirar las estatuas o bustos de personajes ilustres magistralmente ejecutados por una infinidad de autores, que a menudo yo mismo he tomado en consideración a la hora de realizar mis propias obras. De esta manera, donde la representación fotográfica era escasa o nula, esa labor escultórica se ha revelado especialmente útil. La escultura puede convertirse, pues, en una fiel aliada para la pintura. La escultura, con la atracción poderosa que ejerce sobre mí, aporta a mi pintura, a modo de revelación, una forma de mirar diferente, una aproximación más directa y real a la hora de analizar la figura humana en todo su esplendor.

En una atmósfera íntima, con la libertad y naturalidad que aporta el pintar a un colega ‒algo muy diferente a lo que generalmente sugiere un encargo‒, este retrato representa a Julio Abad en una composición de medio cuerpo, con utensilios de pintor. En una mano sujeta una paleta que se pierde en el fondo y en la otra, un pincel. Qué mejor forma de rendir homenaje a un escultor que primero quiso ser pintor. 

Este retrato, donde me he permitido toda la clase de licencias que generalmente caracterizan mi pintura, muestra una soltura homogénea en todos los sectores del cuadro. Una visión fugaz y sintética ‒a veces casi esquemática‒ en el conjunto de la obra facilita que el espectador se concentre en el rostro del modelo, que es lo que en definitiva realmente me interesa.

Las composiciones metapictóricas o las alegorías sobre del oficio del pintor siempre ‒especialmente en mis autorretratos‒ me han atraído como fórmula de rendir homenaje al arte y a una tradición que parece en riesgo de extinción en nuestros días. Este género nos hace recordar cuál es la verdadera esencia de nuestro oficio. Que el arte, si se tocan las teclas correctas, nos conmueve y puede ser incluso atemporal. Que lo que gracias a la formación y la experiencia somos capaces de realizar, a su vez nos provee de redoblado impulso y creatividad para abordar nuevas obras.

Julio Abad Saiz nace en Cuenca en 1949. Se define a sí mismo como un escultor figurativo autodidacta que desde muy pequeño se interesó por el arte en sus más diversas formas. Ya a temprana edad comenzó a dibujar los personajes de las películas que veía en el cine. En su adolescencia, mientras se forma en esta disciplina, empieza a destacar en la asignatura de dibujo. No obstante, quedó fascinado al contemplar cómo un escultor moldeaba el barro con sus manos. Es este el momento en que entra por primera vez en contacto con la escultura y descubre su habilidad para dar forma a los volúmenes. 

Abandonada la pintura, Julio Abad Saiz realiza su primera escultura en la academia Granero de Cuenca: el busto de una compañera de curso. A partir de ahí y tras realizar un curso de elaboración de moldes en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando en Madrid, influenciado por escultores clásicos ‒como Miguel Ángel, Bernini o Mariano Benlliure y Gil (Valencia, 1862-1947)‒  e imagineros conquenses ‒como Leonardo Martínez Bueno (Cuenca, 1915-1977) o Luis Marco Pérez (Fuentelespino de Moya, 1896-1983)‒, desarrolla su gusto por el retrato y la figura humana. Así, a lo largo de estos años, ha realizado diversas exposiciones, tanto individuales como colectivas, por toda Castilla-La Mancha, y son numerosos los encargos modelados por él que embellecen la ciudad de Cuenca y sus cementerios.



Armando Palacio Valdés

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Retrato del escritor Armando Palacio Valdés en un óleo sobre tela de100 x 81 cm /
Colección Universidad de Oviedo / Pintor Alejandro Cabeza

Armando Palacio Valdés, hijo predilecto avilesino, novelista y crítico literario y teatral, se dejó fascinar por la escena ya en la adolescencia. Entonces, con sólo trece años, en la Nochevieja de 1866, actuó en un teatro situado en la calle La Cámara. Palacio Valdés formó parte también del elenco de El juglar, una obra escrita por su amigo Clarín. Allí acabó su breve carrera como actor, pero conservó el amor por las representaciones toda la vida. En Madrid, donde se codeó con actores y directores, siguió acudiendo al teatro con asiduidad. De hecho las referencias teatrales abundan en sus novelas. El Cuarto Poder, por ejemplo, comienza en un teatro y el primer capítulo se titula “Se abre el telón”.

El pasado 11 de diciembre, un retrato de uno de nuestros escritores más internacionales pasó a engrosar la colección de la prestigiosa Universidad de Oviedo. Con ocasión de ese hecho, entrevistamos al autor del cuadro.

Armando Palacio Valdés se me antoja el paradigma perfecto del autor relegado que tanto me desconcierta, y que me empujó a poner en marcha este proyecto de, por decirlo de algún modo, rescate iconográfico de grandes talentos literarios, que muy recientemente se ha visto ampliado a figuras meritorias en otros ámbitos del saber.

Aún en vida, Palacio Valdés, hubo de soportar el olvido al final de sus días. Parece que Durante la Guerra Civil, en Madrid, donde residió desde su traslado en 1870 para estudiar Derecho, lo pasó bastante mal. Ya enfermo, él, que había tenido una vida privilegiada y había cosechado reconocimiento y fama, llegando a pertenecer incluso a la Real Academia Española, conoció el hambre y el desamparo. Los hermanos Álvarez Quintero le hacían llegar los víveres que podían reunir; al final fueron su única fuente de ayuda hasta su muerte en 1938, con 84 años de edad. Me parece un gran ejemplo de la ingratitud que la sociedad a menudo reserva para sus cerebros o sus talentos más destacados, y es esa injusticia la que precisamente yo intento paliar con mis obras.

Junto con Blasco Ibáñez, con quien curiosamente comenzó este proyecto pictórico hace ya más de una década, Palacio Valdés es nuestro autor más internacional, especialmente traducido al inglés. En nuestro país fue objeto de homenajes a principios del siglo XX. Se hizo tan popular que, a la muerte de Galdós, fue considerado Patriarca de las Letras Españolas. Sin embargo, fuera de su Asturias natal, actualmente, a pesar de ser autor muy prolífico, los lectores españoles no parecen muy familiarizados con su figura. Estas cosas me turban profundamente.

Fragmento de la entrevista:

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