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Horacio Quiroga

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Retrato de "Horacio Quiroga" / Óleo sobre Lienzo  46 x 33 cm / 2014


Un hombre a su lengua pegado

Sin la tolerancia y la indulgencia, sin la equidad y la prudencia, el ser humano se convertiría en una simple caricatura de su naturaleza. Los de juicio ligero e inflexible hacia el prójimo pero laxo hacia ellos mismos, los que critican raudos en otros sus propios defectos ‒entorpecida la vista por la viga de su ojo‒, han quedado reducidos a meros apéndices de su soberbia lengua.
                         Salomé Guadalupe Ingelmo

Horacio Quiroga, La lengua (fragmento)

Yo propongo esto: ¡A todo el que es lengualarga, que se pasa la vida mintiendo y calumniando, arránquesele la lengua, y se verá lo que pasa! […]
‒Abre más la boca ‒le dije.
Felippone la abrió. Metí la mano izquierda, le sujeté rápidamente la lengua y se la corté de raíz.
¡Plum! ¡Chismes y chismes y chismes, su lengua! Felippone mugió echando por la boca una ola de sangre y se desmayó.
Bueno. En la mano yo tenía su lengua. Y el diablo, la horrible locura de hacer lo que no tiene utilidad alguna, estaban en mis dos ojos. Con aquella podredumbre de chismes en la mano izquierda, ¿qué necesidad tenía yo de mirar allá?
Y miré, sin embargo. Le abrí la boca a Felippone, acerqué bien la cara, y miré en el fondo. ¡Y vi que asomaba por entre la sangre una lengüita roja! ¡Una lengüita que crecía rápidamente, que crecía y se hinchaba, como si yo no tuviera la otra en la mano!
Cogí una pinza, la hundí en el fondo de la garganta y arranqué el maldito retoño. Miré de nuevo, y vi otra vez ‒¡maldición!‒ que subían dos nuevas lengüitas moviéndose...
Metí la pinza y arranqué eso, con ellas una amígdala...
La sangre me impedía ver el resultado. Corrí a la camilla, ajusté un tubo, y eché en el fondo de la garganta un chorro violento. Volví a mirar: cuatro lengüitas crecían ya...
¡Desesperación! Inundé otra vez la garganta, hundí los ojos en la boca abierta, y vi una infinidad de lengüitas que retoñaban vertiginosamente... Desde ese momento fue una locura de velocidad, una carrera furibunda, arrancando, echando el chorro, arrancando de nuevo, tornando a echar agua, sin poder dominar aquella monstruosa reproducción. Al fin lancé un grito y disparé. De la boca le salía un pulpo de lenguas que tanteaban a todos. ¡Las lenguas! Ya comenzaban a pronunciar mi nombre...


Pulcritud en el alma
Los principios son impermeables a enjuagues circunstanciales o simplemente no son. De hecho, una vez ensuciados, resulta inútil pretender lavarse las manos. Puedes restregar con ahínco; a la conciencia pertenecen siempre las manchas más tenaces.
                         Salomé Guadalupe Ingelmo

Horacio Quiroga, Los guantes de goma (fragmento)

Desdémona no vivió sino lavándose las manos. En pos de cada ablución mirábase detenidamente aquellas, satisfecha de su esterilidad. Mas poco a poco dilatábanse sus ojos y comprendía bien que en pos de un momento de contacto con la manga de su vestido, nada más fácil que los microbios de la terrible viruela estuvieran trepando a escape por sus manos. Volvía al lavatorio, saliendo de él al cuarto de hora con los dedos enrojecidos. Diez minutos después los microbios estaban trepando de nuevo.
Así el cepillo devoró la epidermis y aquellas quedaron en carne viva. El último médico, informado de los fracasos en todo orden de sugestión, curó aquello, encerrando luego las manos en herméticos guantes de goma, ceñidos al antebrazo con colodiones, tiras y gutaperchas.
‒De este modo ‒le dijo‒ tenga la más absoluta seguridad de que los microbios no pueden entrar. A más, debo decirle que en el estado en que están sus manos, a la menor locura que haga puede perderlas.
‒¡Si sé que son locuras mías! ‒reíase confundida.
Y fue feliz hasta el preciso momento en que se le ocurrió que nada era más posible que un microbio hubiera quedado adentro. Razonó desesperadamente y se rió en voz alta en la cama para afirmarse más. Pero al rato la punta de una tijera abría un diminuto agujero en los guantes. Como era incontestable que los dos microbios saldrían de allí, tendiose calmada. Pero por los agujeros iban a entrar todos... La madre sintió sus pies descalzos.
‒¡Desdémona, mi hija! ‒corrió a detenerla. La joven lloró largo rato, la cabeza entre las almohadas.
A la mañana siguiente la madre, inquieta, levantose muy temprano y halló al costado de la palangana todas las vendas ensangrentadas. Esta vez los microbios entraron hasta el fondo...


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