"La noticia del embarazo fue acogida con entusiasmo por la pareja. Decidieron ponerle al futuro miembro de la familia el mismo nombre que al hermano difunto: Rafael (“Dios ha sanado”). Efectivamente, aquel pequeño curaría la enfermedad que había irrumpido en una casa otrora alegre: la melancolía.
Apenas la contadora de cuentos le dio la buena nueva, su marido se aprestó a esquilar algunas de sus ovejas. La madre de Rafael lavó cuidadosamente los grandes montones de mullida lana, los extendió al sol, los tiñó con un gusto exquisito y los cardó e hiló pacientemente. Tejía el ajuar con premura, pues tenía todavía mucho trabajo por delante. Aun así, no renunciaba a gozar de cada vuelta que añadía a sus trabajos con las largas agujas de lana o con las cortas de ganchillo, de cada puntada realizada para coser los remates y cenefas...
Todavía conserva la manta que su bisabuela le tejió a su abuelo aún antes de que éste naciera. Tiene tantos años que, en algunos puntos, las cenefas se han descosido. Pero el tiempo ha respetado los sutiles juegos de colores con los que las manos diestras tejieron elegantes grecas. De vez en cuando la saca del armario en el que la conserva amorosamente. Mientras acaricia la suave lana, recuerda las historias que su abuelo le contaba de pequeña e imagina un pequeño pueblo de Salamanca. Los parajes secos se dibujan claramente en su mente a pesar de no haberlos visitado nunca sino en sus sueños, cuando se queda dormida sobre el sofá del salón, abrazada a esa manta en la que aún puede oler el suave aroma de sus antepasados." (Fragmento del relato Sueñan los niños aldeanos con libélulas mecánicas, obra de Salomé Guadalupe Ingelmo. El texto fue publicado en Los Cuadernos de las Gaviotas n. 6, Cátedra Iberoamericana Itinerante de Narración Oral Escénica Comunicación Oralidad y Artes/COMOARTES Ediciones, Madrid/México D. F. : 2010)