Retrato del poeta Marcos Ana en un óleo sobre tela de 41 x 33 cm / Colección del Museo Luis González Robles (Universidad de Alcalá de Henares). Pintor Alejandro Cabeza 2015.
¡Hace ya tantos siglos
que nací emparedado,
que me olvidé del mundo,
de cómo canta el árbol,
de la pasión que enciende
el amor en los labios,
de si hay puertas sin llaves
y otras manos sin clavos!
Marcos Ana, Mi corazón es patio
Fernando Macarro Castillo (San Vicente, Alconada, Salamanca, 20 de enero de 1920), más conocido por su nombre artístico, Marcos Ana, fue el preso político que pasó más tiempo en las cárceles de la dictadura franquista. Torturado y condenado a muerte, se le conmutó la pena por un total de sesenta años de prisión. Pasó por el penal de Ocaña, la cárcel de Alcalá de Henares ‒localidad donde se había asentado junto a su familia a finales de los años 30‒ y el penal de Burgos, donde permaneció desde 1946 hasta 1961. Su liberación se consiguió a finales de 1961.
Su afición a la lectura surgió precisamente en la cárcel ‒donde conoció, entre otros intelectuales, a Buero Vallejo‒, con libros autorizados y también con otros que circulaban por el penal clandestinamente. A mediados de los años 50 comenzó a escribir sus primeros poemas bajo el seudónimo de Marcos Ana. Algunos consiguieron salir al exterior y contribuyeron a desencadenar una campaña internacional por su liberación, en la que destacaron Rafael Alberti y Pablo Neruda.
En 2010, Marcos Ana fue el primer galardonado con el Premio René Cassin de Derechos Humanos, otorgado por el Gobierno Vasco, por su defensa del diálogo y su renuncia a guardar rencor tras su salida de prisión. En 2011, el Consejo de Ministros de España le otorgó la Medalla de Oro al Mérito en las Bellas Artes.
En 2007 publicó un libro de memorias, Decidme cómo es un árbol. Memoria de la prisión y la vida, que fue prologado por José Saramago.
ESCAPAR DE LA CAVERNA
Salomé Guadalupe Ingelmo
Se va haciendo una luz tenue. En primer plano, las paredes de un túnel excavado en una roca de cartón piedra inconfundiblemente negra: estamos en una mina de carbón. Al fondo del escenario, un cuerpo aovillado da la espalda al espectador. Se alza y avanza encorvado, torpemente, como si casi hubiese perdido el hábito de vivir de pie, hacia el patio de butacas. Se para más o menos en el centro del escenario. Sus ropas están hechas jirones y, como todo él, tiznadas de negro. La barba entrecana, larga y descuidada. Los ojos, hundidos y ojerosos. Está demacrado; pero su cuerpo fibroso, lejos de parecer quebradizo, se diría correoso e indestructible. Arrastra pesadamente algo, unos grilletes con una bola que entorpece su avance. Al aproximarse al público, éste puede ver que dicha bola es un globo terráqueo.
Sobre la noble cabeza lleva un casco de minero encendido. En una de sus manos sujeta un pico muy desgastado. Ha de ser un esclavo de Roma, condenado por el Imperio a vivir en la oscuridad. Probablemente habrá sido enviado a trabajos forzados por discrepar, por rebelarse y no aceptar sumisamente el destino impuesto por otros. O simplemente, por no haber nacido en el seno de la casta privilegiada.
ESCLAVO:
¿Qué veo al final del túnel? (Ilusionado por unos segundos.) A lo lejos, una luz se enciende. (Súbitamente suspicaz.) Pero podría tratarse de una trampa: son astutas sus artimañas… (Acariciando agradecido la linterna de su casco.) No, debo confiar sólo en la luz de mi cabeza.
¡Yo soy Espartaco! Esclavo me llaman porque de esclavo nací... Eso dicen ellos. Se empeñan en creer que encerrando a un hombre, encerrarán también su pensamiento. Que tratándolo como una bestia, se convertirá finalmente en eso. No entienden que con estas manos, con estas mismas dos manos, sólo con estas manos, un hombre puede cavar su fosa o construirse sus alas. Y salir volando del laberinto. (Mira hacia arriba, hacia un cielo que ni siquiera se adivina, melancólico pero aún esperanzado.) Con las mismas manos. (Con aire soñador, mientras agita la mano en la que no sujeta el pico.) Sus insensibles corazones no quieren aceptar que mi pensamiento es como un pájaro: siempre libre. Sus grilletes no pueden encadenarlo. (Repentinamente combativo.) Se obstinan en tenerlo prisionero de esta caverna oscura: quieren que sus alas se atrofien y su voz clara se quiebre; que deje de volar y cantar para que nadie pueda verlo ni oírlo. (Ahora, melancólico.) Y entonces, piensan, tendrán definitivamente la razón de su parte. (Persuasivamente, como intentando convencerse de sus razones: como si hubiese pasado tanto tiempo allí preso, que empezase a dudar incluso de ellas.) Pero no es razón la razón de la fuerza, sino argumento perverso. Y porque yo aún lo sé y lo digo, me tienen aquí encerrado, cautivo. (Gritando.) ¡No soy un animal! (En sobrecogedores susurros, con la mirada perdida y aterrada: quizá, sopesando la posibilidad contraria.) No lograrán convertirme en una bestia.
[…]
Del techo se descuelga una reja lentamente, mientras el personaje avanza. Para cuando llega al borde del escenario, ésta se encuentra ya a la altura de su cara. Se aferra fuertemente a los barrotes y mira a lo lejos, hacia lo alto.
(Serenamente.) Pido la voz por derecho. Porque aún me queda, quieran ellos reconocerlo o no, la palabra.
Entonces abre la boca y de ella sale una mariposa blanca de gasa que, enganchada a hilos trasparentes lo suficientemente gruesos como para que resulten bien visibles, revolotea artificialmente en la misma dirección de la mirada. Un foco la sigue en su vuelo mientras se aleja, al tiempo que la luz en el escenario disminuye. Hasta que la mariposa está tan lejos que la oscuridad se vuelve total.
TELÓN