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Raymond Carver

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Retrato de Raymond Carver en un óleo sobre tela de 55 x 46 cm / Pintor Alejandro Cabeza  2014


“Todo es importante en un relato, cada palabra, cada signo de puntuación. Creo mucho en la economía dentro de la ficción.”

“Odio, por el contrario, la escritura sucia o coyuntural que se disfraza con los hábitos de la experimentación o con la supuesta zafiedad que se atribuye a un supuesto realismo. En el maravilloso cuento de Isaak Babel, Guy de Maupassant, el narrador dice acerca de la escritura: Ningún hierro puede despedazar tan fuertemente el corazón como un punto puesto en el lugar que le corresponde.”

“Tanto en la poesía como en la narración breve, es posible hablar de lugares comunes y de cosas usadas comúnmente con un lenguaje claro, y dotar a esos objetos, una silla, la cortina de una ventana, un tenedor, una piedra, un pendiente de mujer, con los atributos de lo inmenso, con un poder renovado.”

“Cualquier gran escritor, o simplemente buen escritor, elabora un mundo en consonancia con su propia especificidad.

Tal cosa es consustancial al estilo propio, aunque no se trate, únicamente, del estilo. Se trata, en suma, de la firma inimitable que pone en todas sus cosas el escritor. Este es su mundo y no otro. Esto es lo que diferencia a un escritor de otro. No se trata de  talento. Hay mucho talento a nuestro alrededor. Pero un escritor que posea esa forma  especial de contemplar las cosas, y que sepa dar una expresión artística a sus contemplaciones, tarda en encontrarse.”

“Al primer signo de juego o de truco en una narración, sea trivial o elaborado, cierro el libro.”
                                                                                               (Raymond Carver)


Si me necesitas, llámame (fragmento)

Así que nos sentamos frente al fuego bebiendo café y escuchando una radio de Eureka que emitía toda la noche mientras hablábamos de los caballos y luego de Richard y de la madre de Nancy. Bailamos. No mencionamos para nada nuestra situación. La bruma pendía al otro lado de la ventana y charlamos y estuvimos cariñosos el uno con el otro. Al amanecer apagué la radio, nos acostamos e hicimos el amor.

Por la tarde, cuando hizo todos los preparativos y cerró las maletas, la llevé a un pequeño aeropuerto donde cogería un vuelo a Portland. Allí haría transbordo con otra compañía aérea que la dejaría en Pasco bien entrada la noche.
—Saluda a tu madre de mi parte. Dale a Richard un abrazo y dile que le echo de menos. Dile que le quiero.
—Él también te quiere a ti. Ya lo sabes. En cualquier caso, le verás en otoño, estoy segura.
Asentí con la cabeza.
—Adiós —dijo, tendiéndome los brazos.
Nos abrazamos.
—Me alegro de lo de anoche —dijo—. Los caballos. La conversación. Todo. Es una ayuda. Nunca lo olvidaremos.
Se echó a llorar.
—Me escribirás, ¿verdad? —le dije—. Ni por un momento pensé que nos ocurriría esto a nosotros. Después de tantos años. Ni soñarlo. A nosotros, no.
—Te escribiré —dijo ella—. Cartas muy largas. Las más largas que hayas recibido jamás después de las que te mandaba en el instituto.
—Estaré impaciente por recibirlas.
Luego me miró otra vez y me pasó la mano por la cara. Me dio la espalda y se dirigió al avión que la esperaba en la pista.
—Adiós, amada mía, que Dios sea contigo.
Subió al avión y me quedé ahí hasta que los motores a reacción se pusieron en marcha. Al cabo de un momento, el avión empezó a rodar por la pista. Despegó sobre la Bahía de Humboldt y pronto se convirtió en un punto en el cielo.
Volví a casa, dejé el coche en el camino de entrada y miré las huellas de los cascos de los caballos. Había marcas profundas en el césped, y calvas, y montones de estiércol. Entré luego en la casa y, sin quitarme siquiera el abrigo, fui al teléfono y marqué el número de Susan.   


Por la mañana pensando en el imperio

Apretamos los labios contra el borde esmaltado de las tazas
e intuimos que esta grasa que flota
en el café logrará que el corazón se nos pare cualquier día.
Ojos y dedos se dejan caer sobre los cubiertos de plata
que no son de plata. Al otro lado de la ventana, las olas
golpean contra las paredes desconchadas de la vieja ciudad.
Tus manos se alzan del áspero mantel
como si fueran a hacer una profecía. Tus labios se estremecen...
Te diría que al diablo con el futuro.
Nuestro futuro yace en lo más profundo de la tarde.
Es una calle angosta por la que pasa un carro con su carretero,
el carretero nos mira y vacila,
luego menea la cabeza. Mientras tanto,
rompo indiferente el espléndido huevo de una gallina de raza Leghorn.
Tus ojos se nublan. Te vuelves para mirar el mar
tras la hilera de tejados. Ni las moscas se mueven.
Rompo el otro huevo.
Seguramente nos hemos empequeñecido juntos.


“YO era joven, pasaba hambre, bebía, quería ser escritor. Casi todos los libros que leía pertenecían a la Biblioteca Municipal del centro de Los Ángeles, pero nada de cuanto me caía en las manos tenía que ver conmigo, con las calles, ni con las personas que me rodeaban. Me daba la sensación de que todos se dedicaban a hacer juegos de prestidigitación con las palabras, que aquellos que no tenían prácticamente nada que decir pasaban por escritores de primera línea. Sus libros eran una mezcla de sutileza, artesanía y formalismo, y era esto lo que se leía, se enseñaba en las escuelas, se digería y se transmitía. Era un invento cómodo, una Logocultura ingeniosa y prudente. Había que volver a los autores anteriores a la Revolución Rusa para encontrar algo de aventura, un poco de pasión. Había excepciones, pero eran tan escasas que se agotaban rápidamente y uno se quedaba sin saber qué hacer ante las filas interminables de libros insípidos…
Pero cierto día cogí un libro, lo abrí y se produjo un descubrimiento. Pasé unos minutos hojeándolo. Y entonces, a semejanza del hombre que ha encontrado oro en los basureros municipales, me llevé el libro a una mesa. Las líneas se encadenaban con soltura a lo largo de las páginas, allí había fluidez. Cada renglón poseía energía propia y lo mismo sucedía con los siguientes. La esencia misma de los renglones daba entidad formal a las páginas, la sensación de que allí se había esculpido algo. He allí, por fin, un hombre que no se asustaba de los sentimientos. El humor y el sufrimiento se entremezclaban con sencillez soberbia. Comenzar a leer aquel libro fue para mí un milagro tan fenomenal como imprevisto.
Tenía tarjeta de lector. Rellené la hoja del servicio de préstamo, me llevé el libro a casa, me tumbé en la cama, me puse a leerlo y mucho antes de acabarlo supe que había dado con un autor que había encontrado una forma distinta de escribir. El libro se titulaba “Pregúntale al polvo” y el autor se llamaba John Fante. Tendría una influencia vitalicia en mis propios libros. Acabé “Pregúntale al polvo” y busqué más libros de Fante en la biblioteca. Encontré dos. “Dago red” y “Espera a la primavera, Bandini”. La calidad era la misma, se habían escrito con el corazón y las entrañas y no hablaban de otra cosa.”
(Charles Bukowski)

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