Retrato de José María Gabriel y Galán / Óleo sobre tela 65 x 54 cm / Colección Casa Museo Gabriel y Galán / Guijo de Granadilla 2016
A LA SOMBRA DEL ABUELO
Salomé Guadalupe Ingelmo
Dedicado a todos los protagonistas, a los que aún nos acompañan y a los que no. Muy especialmente, a la memoria de la incansable tía Chon.
−Bebe algo entre tanto.
Su padre parece radiante; raras veces que se reúnen para comer en familia. La vida se ha vuelto tan frenética… Aunque esa casa aún parce un remanso de paz, un refugio.
Mientras se sirve un licor de hierbas, contempla las manos huesudas de su bisabuelo, en apariencia hábiles a pesar de la edad.
***
Los dedos ásperos ejecutan el familiar rito con insospechada delicadeza. Ni un poco de pólvora se pierde.
−La munición es muy cara; no puede desperdiciarse. −explica a su nieto−. Esos bichos tienen la frente dura; a veces los proyectiles rebotan. Pero si aguantas la embestida, si resistes inmóvil hasta que el animal haya llegado a tu altura, tienes unos segundos para dispararle tras la oreja. Es infalible.
El pequeño asiente con la boca abierta.
Por eso Juan “Chaparro”, con su pequeña estatura y su aire sosegado, es el cazador más respetado de Guadalupe. A él acuden los ricachones en busca de monterías como la del día siguiente. Aunque ésa será distinta: por primera vez le acompañará su nieto favorito.
−Ya sabes, Juanito. Si el guarro saliese vivo, no intentes usar la escopeta; no tendrías tiempo. Tírala al suelo y súbete a un árbol recio. Enfurecidos, se llevan cualquier cosa por delante. Ante todo, prudencia. Recuerda la pierna de tu primo, abierta de arriba abajo. Jamás persigas a uno herido, ni intentes rematarlo con el cuchillo. Cuando te tiente hacer una tontería, piensa en esa cicatriz; la llevará toda la vida. La caza no es un juego. En ella hombre y animal miden sus fuerzas, y han de hacerlo con honor, limpiamente –instruye al muchacho.
Las caballerías resoplan asustadas. Como tantas veces, ha instalado a los forasteros dentro del castaño Abuelo; pero ha decidido pasar la noche al descubierto junto a su nieto. Quiere que el chiquillo pueda ver las estrellas. Además algo le empuja a alejarlo de esos hombres.
−Juanito, no te asustes −susurra−. Los lobos van a pasar. No te harán nada, hijo. Cúbrete con las mantas: la manada saltará sobre el bulto y seguirá su camino. No traen hambre.
Y en efecto todo sucede exactamente como pronostica el abuelo. Igual que en un sueño, los animales saltan ágilmente, sin hacer ruido. Con el corazón acelerado, el muchacho comprende que jamás volverá a vivir una experiencia igual.
A la mañana siguiente sólo unas huellas entre las hojas caídas delatan la inesperada visita. Los forasteros ni siquiera se percatan. Abuelo y nieto sonríen cómplices y guardan su secreto: ellos no pueden entender.
Emprenden el regreso. La caza ha sido buena, pero ellos no se muestran satisfechos; nunca parecen tener suficiente. Si salen liebres, querían conejos; si perdices, palomas… Incluso los dos jabalíes que al principio alabaron, ahora suscitan indiferencia. Juan “Chaparro” dirige una melancólica mirada a los trofeos. No se merecen nada, se dice. Cuando un disparo interrumpe su pensamiento. Uno de ellos ha abatido un águila real; el animal yace muerto en el suelo.
−¿Qué les dije antes de salir? No se tira a nada que no se coma. No conmigo. La próxima vez, búsquense a otro –zanja decidido; él tiene sus normas.
El resto del camino se recorre en silencio.
***
−¡Máxima! –llama en el humilde zaguán.
−Es inútil que grite, padre –responde su hija desde la cocina, donde se hace vida familiar−. Una vecina vino de buena mañana: tenía una culebra en casa y pensaba deshacerse de ella. Ya sabe usted cómo es madre: “no la mates, pobrecita. Ya la convenzo yo de que se vaya”, dijo. Y para allá que marchó con un cuenco lleno de leche. Luego mandaron a buscarla para que recompusiese los huesos a un chiquillo; una caída. Y aún no ha vuelto. Por el camino habrá encontrado a alguien más… Acércate al fuego, Juanito, que traerás frío. ¿Te has divertido?
El pequeño asiente con vehemencia.
−Pero, padre, un águila… Madre se enfadará; le costó tanto preparar aquella que encontró usted malherida y hubo de rematar por piedad...
−Qué quieres que haga. Así son los señoritos. Ya no tenía remedio; no quise desperdiciarla. En esta casa todo lo que se mata, se come –afirma inquebrantable.
***
El noticiario salta de los incendios provocados por la estupidez humana a los provocados por la maldad humana. Rapaces envenenadas, caza furtiva… Les quitamos lo que era suyo y ni siquiera nos basta, se dice.
La voz del presentador se convierte en un ruido confuso: súbitamente el retrato de su bisabuelo se le antoja el único mensaje razonable. “Ya no hay reglas del juego”, murmura mientras lo acaricia ensimismada. El hombre, un anciano sencillo de pueblo, mira al frente: ni orgulloso ni avergonzado; simplemente, sereno. Nunca debió nada a nadie, jamás hizo daño a sabiendas. No tomó más de lo que necesitaba ni dio menos de cuanto pudo; en su casa, aunque sólo hubiese sopa, la puerta siempre estuvo abierta. Se fue como vino al mundo: pobre pero honesto.
–Ya acabo –anuncia su padre desde la cocina–. Mucho trabajo, verdad, hija. Seguramente tienes prisa.
–No mucha –miente. Quizá haya descubierto de golpe sus prioridades–. Papá, cuéntame otra vez…
Ha oído esa historia cientos de veces. Tantas que ahora teme no haber escuchado con suficiente atención desde hace algún tiempo. Y ella no quiere olvidar. Es Día de Todos los Santos, día para el recuerdo.
Su padre, portando una bandeja de embutidos y queso, precede al seductor aroma de la caldereta de cordero que aún canturrea bajito al fuego.
–Pues verás, cuando yo era pequeño…
***
El presente retrato forma parte de la colección de la Casa Museo Gabriel y Galán de Guijo de Granadilla. Otro retrato del poeta obra de Alejandro Cabeza, una interpretación radicalmente distinta del personaje, pertenece a los fondos permanentes del Museo Provincial de Cáceres. Además del busto presente en la plaza donde se encuentra la Casa Museo, sendas esculturas del escritor fueron realizadas por Juan Cristóbal (ubica en la Plaza Gabriel y Galán de Salamanca) y Enrique Pérez Comendador (la emplazada en el Paseo de Cánovas en Cáceres). Alejandro Cabeza es autor también de un retrato del escultor de Hervás Enrique Pérez Comendador, obra integrada en la colección del Museo Provincial de Bellas Artes de Badajoz.