Retrato de Antonio Machado /Óleo sobre Tela 46 x 38 cm / Colección Universidad Internacional
de Andalucía Campus Antonio Machado de Baeza
He conseguido provisiones para el viaje: galletas y carne enlatada. Andamos lenta e incansablemente. A primeras horas del 7 de febrero pisamos tierra francesa. Entregamos nuestras pistolas que hacen pirámide con otras. Tropas francesas distribuidas a todo lo largo de la cordillera divisoria. Junto a la bandera gala, la republicana. Muchos se cuadran ante ellas. Otros, lloramos por dentro en el choque silencioso de las miradas. Una idea nos obsesiona y puede más que las demás: ¡la guerra ha terminado! Pero sus canciones nos siguen cargadas de ecos melancólicos. Suenan a despedida. Pasamos Cerbere y acampamos en Banyuls. En la placita del pueblo, sentados en un banco, Luis descubre a Antonio Machado y a su madre. Nos miran con gratitud cuando les hablamos. Nos han prometido que vendrán a recogernos, dice don Antonio. Pero nadie sabe nada de nada. Observa mi capote militar y se lo entrego impulsivamente, como si así quisiera rendir homenaje a este gran poeta que tanto admiro. Lo junta a la manta que cubre los dos cuerpos, necesitados de más abrigo. Alguna palabra musitan, pero sólo percibimos la luz que pasa de unos ojos a otros, patéticamente tristes, buscando la tranquilidad de la despedida. Andando sobre la carretera llegamos a Port-Vendres. El éxodo congestiona el lugar.
Es el testimonio de Eulalio Ferrer (Eulalio Ferrer, Entre alambradas, Editorial Grijalbo, Barcelona, 1988), oficial del ejército derrotado que entonces contaba con diecinueve años, fugitivo como tantos otros militares y civiles, sobre el caos de la evacuación de republicanos a Francia, agravado por la desidia de la administración gala.
Enfermo, desnutrido, abatido y desamparado, Antonio Machado fallecía en el Hostal Quintana de Colliure el 22 de enero de 1939. Sean por siempre su cobijo lo días azules y el sol de la infancia.