Retrato de Ramón J. Sender en un óleo de 46 x 38 cm, perteneciente a la colección del Instituto de Estudios Altoaragoneses de Huesca. Pintor Alejandro Cabeza 2015
En Ramón J. Sender he encontrado y –espero– plasmado una fisonomía peculiar. Como en realidad sucede en casi todos mis retratos de personajes ilustres del mundo de las letras o las ciencias. Sender ofrece un rostro de facciones singulares y muy representativas que lo identifican –más allá de su barba y bigote, especialmente sus características cejas densamente pobladas–, aderezado además por complementos que lo enriquecen desde el punto de vista plástico, como sus inconfundibles gafas de pasta negra, tan al gusto de la época. Pero, sobre todo, en él cautiva su expresiva mirada: inteligente, en ocasiones mordaz y a menudo desencantada.
Mi retrato es un cuadro de dimensiones modestas, que sin embargo implica un profundo estudio del personaje apoyado especialmente en sus entrevistas. Captar al personaje en su esencia, en la fugacidad del movimiento, del momento, mediante la espontaneidad y la naturalidad a la hora de ejecutar la pincelada, ha sido mi principal objetivo. Especialmente por tratarse de un personaje enérgico y aparentemente de fuerte personalidad. La soltura en la pincelada, por otro lado, facilita la frescura y vivacidad, cualidades tan valiosas en el arte y que a menudo peligran o se echan a perder cuando se insiste en exceso con los retoques o se cultiva una meticulosidad obsesiva en el dibujo. Porque la sencillez y la simplicidad se revelan valiosos recursos.
Han de ser muy escasos, cuando no inexistentes, los retratos de Ramón J. Sender. Al menos yo no los conozco. El único que he tenido oportunidad de ver es un autorretrato ejecutado por él mismo. Pues, como Antonio Buero Vallejo, tuvo sensibilidad para la pintura y su inclinación hacia las artes plásticas dio como fruto algunas obras. Sin embargo, como a menudo sucede con nuestros escritores más famosos, sí que son numerosos los dibujos, bocetos o caricaturas que otros artistas realizaron sobre él. La producción literaria de Sender, no obstante, justifica sobradamente un retrato. De hecho, una vez más, me sorprendo de la ausencia de retratos precedentes; de ese vacío que en la pintura española de los dos últimos siglos se ha generado alrededor de enormes iconos literarios, ignorados o escasamente retratados ‒generalmente, además, por pintores amigos‒.
La figura de Ramón J. Sender me lleva, inevitablemente, a recordar uno de los mayores iconos de la pintura española: Francisco de Goya, el aragonés por excelencia, el pintor internacional que sitúa Aragón definitivamente en el mapa. Goya, por circunstancias de la época que le toco vivir, acabo exiliándose y muriendo en Burdeos (Francia). Algo similar le sucedió a Sender, que por hechos históricos bien conocidos, emigro a Estados Unidos, falleciendo en San Diego (California).
Actualmente Sender no es uno de los autores más conocidos por el gran público español. El mayor exponente literario aragonés debería haber sido especialmente admirado en su tierra y reivindicado por ella; pero seguramente nadie es profeta en su patria, ni en la chica ni en la grande. No obstante, este retrato descansa ya, como yo deseaba y como creo que a pesar de todo él habría deseado, en Huesca. Descansa en un lugar donde, en efecto, lejos de pasajeras modas y superficiales convencionalismos, de hipócritas usos partidistas del arte y el talento, se estudia con imparcialidad ‒sin censurables prejuicios, sin castradores complejos ni estúpido chovinismo‒ y se aprecia sinceramente su persona y su obra: en el Instituto de Estudios Altoaragones, una institución de amplia trayectoria y sólida reputación científica que desde hace algún tiempo acoge el Centro de Estudios Senderianos.
Ramón J. Sender nació en Chalamera de Cinca (Huesca) el 3 de febrero de 1901 y falleció en San Diego (California), 81 años después, el 15 de enero de 1982. Tomó parte en las guerras de Marruecos en la década de 1910 a 1920. A su regreso se instaló en Madrid, donde trabajó como periodista en El Sol hasta 1929, fecha en la que empezó a escribir para periódicos más radicales. Aunque participó en actividades anarquistas, desencantado, se hizo comunista, ideología de la que más tarde, durante la Guerra Civil española, acabaría renegando también. En 1938 se exilió a Francia y posteriormente a México ‒donde permaneció sólo brevemente‒ y Estados Unidos. A su muerte en 1982, sus cenizas fueron dispersadas en el océano Pacífico. Atrás quedaba una vida comprometida, un exilio primero forzado y luego voluntario y una obra vastísima, de carácter realista, que analiza con crudeza la sociedad desde una óptica revolucionaria. Sus libros han hecho de Sender en un clásico de la literatura española del siglo XX.
Actualmente Sender no es uno de los autores más conocidos por el gran público español. El mayor exponente literario aragonés debería haber sido especialmente admirado en su tierra y reivindicado por ella; pero seguramente nadie es profeta en su patria, ni en la chica ni en la grande. No obstante, este retrato descansa ya, como yo deseaba y como creo que a pesar de todo él habría deseado, en Huesca. Descansa en un lugar donde, en efecto, lejos de pasajeras modas y superficiales convencionalismos, de hipócritas usos partidistas del arte y el talento, se estudia con imparcialidad ‒sin censurables prejuicios, sin castradores complejos ni estúpido chovinismo‒ y se aprecia sinceramente su persona y su obra: en el Instituto de Estudios Altoaragones, una institución de amplia trayectoria y sólida reputación científica que desde hace algún tiempo acoge el Centro de Estudios Senderianos.
Ramón J. Sender nació en Chalamera de Cinca (Huesca) el 3 de febrero de 1901 y falleció en San Diego (California), 81 años después, el 15 de enero de 1982. Tomó parte en las guerras de Marruecos en la década de 1910 a 1920. A su regreso se instaló en Madrid, donde trabajó como periodista en El Sol hasta 1929, fecha en la que empezó a escribir para periódicos más radicales. Aunque participó en actividades anarquistas, desencantado, se hizo comunista, ideología de la que más tarde, durante la Guerra Civil española, acabaría renegando también. En 1938 se exilió a Francia y posteriormente a México ‒donde permaneció sólo brevemente‒ y Estados Unidos. A su muerte en 1982, sus cenizas fueron dispersadas en el océano Pacífico. Atrás quedaba una vida comprometida, un exilio primero forzado y luego voluntario y una obra vastísima, de carácter realista, que analiza con crudeza la sociedad desde una óptica revolucionaria. Sus libros han hecho de Sender en un clásico de la literatura española del siglo XX.