Durmió. Más por hastío que por verdadero sueño. Más por evadirse que por perseguir el inalcanzable descanso. Estaba rendido; se dijo que esconder la cabeza bajo la cobija, abandonarse en brazos de la indolencia, de la absorbente blandura del olvido, sería delicioso y reparador. Reconfortante pausa de la diaria contienda. Parecía tan buena idea… Un día cerró los ojos sin más y cortó los puentes con la realidad. La lucidez apagó la luz y se deslizó plácidamente hacia el lugar más oscuro de la conciencia. Se replegó al bastión inexpugnable de la indiferencia, donde ‒pensaba‒ ya nada podría alcanzarle. Durmió con una contumacia cercana a la muerte. Durmió de un tirón un sueño opresor y adulterado. Un sueño inducido y artificial: un sueño inoculado y dirigido. Un sueño incalculable y de incalculables consecuencias. Durmió, lo suficiente para perder la noción del tiempo, un sueño sin sueños. Durmió, hasta olvidarse de sí mismo, un sueño pegajoso y asfixiante. Un sueño parasitario que le desgastó en lugar de repararle. Y un día, sin más, despertó. Volvió exactamente como se había ido. Abrió los ojos sin saber muy bien por qué, sin causa aparente. Despertó y se descubrió en un paisaje desconocido. De familiar, sólo la profunda huella que su cabeza había dejado en el suelo: un enorme hueco vacío, sima insoslayable, insalvable abismo, único testigo de los años perdidos en un letargo estéril. Alrededor, oscuridad y silencio. Y pudo ver fosa pero vio seno: matriz expectante y prometedora. Se dijo que la nada es también oportunidad para otro comienzo. Y proyectó llenar ese pozo con un mundo distinto al que había conocido, uno mejor concebido y más proporcionado, donde cada elemento tuviese su lugar y éste fuese respetado; donde todo cupiese en armonía. Se desperezó y miró hacia lo alto, pero ya no había sol ni cielo. “He dormido demasiado”, dijo. “Ahora es necesario construir de nuevo”.