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Antonio Buero Vallejo

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Retrato de  Antonio Buero Vallejo / Óleo sobre tela de 61 x 46 cm / Pintor Alejandro Cabeza 2015
Colección del Museo Nacional del Teatro 


Con mi retrato de juventud de Antonio Buero Vallejo regreso a un tratamiento del claro oscuro que ya viene siendo habitual en algunas de mis obras. Como en otras ocasiones, esa técnica propicia que toda la atención se centre sobre el retratado, creando al tiempo un entorno teatral, casi escénico, muy en consonancia con el personaje y sus singulares facciones. El resultado final me agrada especialmente entre otras cosas porque, sin perder hondura, lo aproxima a un galán de cine.

No descarto trabajar en otros nuevos trabajos sobre su figura. Estoy seguro de que lograría sacarle mucho partido a su particular fisonomía.

Sin duda pintar a Bueno Vallejo ha supuesto una experiencia excelente. Hay cuadros que empiezan bien y otros que empiezan mal, y cuando el pintor advierte que tiene delante uno de los primeros, ha de aferrarse a ellos con toda la inteligencia y sensibilidad de las que sea capaz. Porque esos cuadros tienen la virtud de marcar un antes y un después. Con ellos, tanto por ejecución como por elección, el autor se enriquece. Y posteriormente sirven de referencia para sucesivas obras.



Afirmaba William Drummond: “Aquel que no quiere razonar es un fanático, el que no sabe razonar es un tonto y quien no se atreve a razonar es un esclavo”. Buero Vallejo persiguió siempre la luz de la razón, indisolublemente unida al bálsamo de la mesura y la tolerancia. Fue esencial para una sociedad herida y maltrecha. Desde la disciplina teatral, trabajó para liberar al hombre de las tinieblas que lo atan y ofuscan, tan a menudo alimentadas por un poder corruptor, ni legítimo ni noble. Si hacemos un recorrido por su fecunda obra, si observamos a sus personajes, ya sean héroes o antihéroes, el eco de una reconfortante reflexión de Henry George resuena en nuestros oídos: “Quien quiera que sea y dónde sea que esté, el hombre que piensa se convierte en luz y potencia”. Pues Bien, Buero iluminó y sigue iluminando hoy en día: él aportó luz y potencia a un mundo que sin su figura y su obra hubiese seguido siendo infinitamente más oscuro.
                                                                                Salomé Guadalupe Ingelmo, Sobre Antonio Buero Vallejo




ESCAPAR DE LA CAVERNA
Salomé Guadalupe Ingelmo


A Antonio Buero Vallejo, paladín de la luz



En el cuarto oscuro de las fotos
dejo una postal
con un ciruelo en flor.
Niji Fuyuno


Mantén tu rostro hacia la luz del sol y no verás la sombra.
Helen Adams Keller


Se va haciendo una luz tenue. En primer plano, las paredes de un túnel excavado en una roca de cartón piedra inconfundiblemente negra: estamos en una mina de carbón. Al fondo del escenario, un cuerpo aovillado da la espalda al espectador. Se alza y avanza encorvado, torpemente, como si casi hubiese perdido el hábito de vivir de pie, hacia el patio de butacas. Se para más o menos en el centro del escenario. Sus ropas están hechas jirones y, como todo él, tiznadas de negro. La barba entrecana, larga y descuidada. Los ojos, hundidos y ojerosos. Está demacrado; pero su cuerpo fibroso, lejos de parecer quebradizo, se diría correoso e indestructible. Arrastra pesadamente algo, unos grilletes con una bola que entorpece su avance. Al aproximarse al público, éste puede ver que dicha bola es un globo terráqueo.
Sobre la noble cabeza lleva un casco de minero encendido. En una de sus manos sujeta un pico muy desgastado. Ha de ser un esclavo de Roma, condenado por el Imperio a vivir en la oscuridad. Probablemente habrá sido enviado a trabajos forzados por discrepar, por rebelarse y no aceptar sumisamente el destino impuesto por otros. O simplemente, por no haber nacido en el seno de la casta privilegiada.

ESCLAVO:

¿Qué veo al final del túnel? (Ilusionado por unos segundos.) A lo lejos, una luz se enciende. (Súbitamente suspicaz.) Pero podría tratarse de una trampa: son astutas sus artimañas… (Acariciando agradecido la linterna de su casco.) No, debo confiar sólo en la luz de mi cabeza.
¡Yo soy Espartaco! Esclavo me llaman porque de esclavo nací... Eso dicen ellos. Se empeñan en creer que encerrando a un hombre, encerrarán también su pensamiento. Que tratándolo como una bestia, se convertirá finalmente en eso. No entienden que con estas manos, con estas mismas dos manos, sólo con estas manos, un hombre puede cavar su fosa o construirse sus alas. Y salir volando del laberinto. (Mira hacia arriba, hacia un cielo que ni siquiera se adivina, melancólico pero aún esperanzado.) Con las mismas manos. (Con aire soñador, mientras agita la mano en la que no sujeta el pico.) Sus insensibles corazones no quieren aceptar que mi pensamiento es como un pájaro: siempre libre. Sus grilletes no pueden encadenarlo. (Repentinamente combativo.) Se obstinan en tenerlo prisionero de esta caverna oscura: quieren que sus alas se atrofien y su voz clara se quiebre; que deje de volar y cantar para que nadie pueda verlo ni oírlo. (Ahora, melancólico.) Y entonces, piensan, tendrán definitivamente la razón de su parte. (Persuasivamente, como intentando convencerse de sus razones: como si hubiese pasado tanto tiempo allí preso, que empezase a dudar incluso de ellas.) Pero no es razón la razón de la fuerza, sino argumento perverso. Y porque yo aún lo sé y lo digo, me tienen aquí encerrado, cautivo. (Gritando.) ¡No soy un animal! (En sobrecogedores susurros, con la mirada perdida y aterrada: quizá, sopesando la posibilidad contraria.) No lograrán convertirme en una bestia. Son rencorosos; no perdonan. No perdonan porque yo poseo lo único que ellos no pueden comprar con dinero. No me lo arrebatarán: soy dueño de un alma y un intelecto. (Irguiéndose, reconquistando un orgullo casi olvidado.) Y la oscuridad no puede confundirlos; ven con total claridad incluso en estas galerías, enterrados en vida. Ellos dos, sirviéndose de la persuasiva voz de la conciencia, me dictan lo que está bien y lo que está mal, lo que es justo y lo que resulta abominable. (Encendiendo el casco.) No, no he de fiarme de las apariencias: lo único cierto es la luz de mi propia cabeza.
(Soltando el pico y mirando las palmas encallecidas por el duro trabajo y, ahora, crispadas.) Si pudiese excavar en la conciencia ajena, lo haría con mis manos desnudas. (Apretando los puños, con decisión y entusiasmo.) Dejaría las uñas y la vida en ese intento. (Definitivamente desalentado.) Pero temo descubrir lo qué hay debajo: en algunas conciencias cuanto más excavas, más suciedad encuentras. Las hay negras como la pez. Hondas como un pozo sin fondo, por cuyas altas paredes ni la lucidez ni la piedad trepan.
(Apoyando la mano sobre una de las paredes de la gruta.) Hasta esta roca firme, que parece eterna, ha de quebrantarse un día bajo el peso de mi acometida. Si no es hoy, será mañana. Si no es mañana, será otro día. (El volumen de su voz ha ido aumentando, recobrando convicción.) Si he excavado hasta aquí, puedo excavar también hasta alcanzar la huida. La manumisión es sólo cuestión de tiempo, obra de perseverancia.
Del techo se descuelga una reja lentamente, mientras el personaje avanza. Para cuando llega al borde del escenario, ésta se encuentra ya a la altura de su cara. Se aferra fuertemente a los barrotes y mira a lo lejos, hacia lo alto.
(Serenamente.) Pido la voz por derecho. Porque aún me queda, quieran ellos reconocerlo o no, la palabra.
Entonces abre la boca y de ella sale una mariposa blanca de gasa que, enganchada a hilos trasparentes lo suficientemente gruesos como para que resulten bien visibles, revolotea artificialmente en la misma dirección de la mirada. Un foco la sigue en su vuelo mientras se aleja, al tiempo que la luz en el escenario disminuye. Hasta que la mariposa está tan lejos que la oscuridad se vuelve total.

TELÓN

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