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Salomé con pamela

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 Salomé Guadalupe Ingelmo con sombrero decimonónico en un óleo sobre tela de 70 x 50 cm /
pintor Alejandro Cabeza 2019, Colección particular 

“En primer lugar, tres eran los sexos de los hombres, no dos como ahora, masculino y femenino, sino que había además un tercero que era común a esos dos […]. El andrógino (hombre-mujer), en efecto, era entonces una sola cosa en cuanto a figura y nombre, que participaba de uno y otro sexo, masculino y femenino […]. En segundo lugar, la figura de cada individuo era por completo esférica, con la espalda y los costados en forma de círculo; tenía cuatro brazos e igual número de piernas que de brazos, y dos rostros sobre un cuello circular, iguales en todo; y una cabeza, una sola, sobre estos dos rostros, situados en direcciones opuestas. […].

Eran, pues, terribles por su fuerza y su vigor y tenían gran arrogancia, hasta el punto de que atentaron contra los dioses. […] Se dice también de ellos, que intentaron ascender al cielo para atacar a los dioses. Entonces Zeus y los demás dioses deliberaron lo que debían hacer con ellos, y se encontraban ante un dilema, ya que ni podían matarlos ni hacer desaparecer su raza, fulminándolos con el rayo como a los gigantes –porque entonces desaparecerían los honores y sacrificios que los hombres les tributaban–, ni permitir que siguieran siendo altaneros. Tras mucho pensarlo, al fin Zeus tuvo una idea y dijo: "Me parece que tengo una estratagema para que continúe habiendo hombres y dejen de ser insolentes, al hacerse más débiles. Ahora mismo, en efecto –continuó–, voy a cortarlos en dos a cada uno, y así serán al mismo tiempo más débiles y más útiles para nosotros, al haber aumentado su número. […]. Y a todo aquél al que iba cortando, ordenaba a Apolo que le diera la vuelta al rostro y a la mitad del cuello en el sentido del corte, para que, al contemplar su división, el hombre fuera más moderado, y le ordenaba también curarle lo demás. Apolo le iba dando la vuelta al rostro y, recogiendo la piel que sobraba de todas partes en lo que ahora llamamos vientre, como ocurre con las bolsas cerradas con cordel, la ataba haciendo un solo agujero en mitad del vientre, precisamente lo que llaman ombligo. En cuanto al resto de las arrugas, la mayoría las alisó, y conformó el pecho sirviéndose de un instrumento semejante al que emplean los zapateros para alisar sobre la horma las arrugas de los cueros. Mas dejó unas pocas, las que se encuentran alrededor del vientre mismo y del ombligo, para que fueran recordatorio de lo que antaño sucedió.

Así pues, una vez que la naturaleza de este ser quedó cortada en dos, cada parte echaba de menos a su mitad […].
Desde hace tanto tiempo, pues, es el amor de unos a otros es innato en los hombres y aglutinador de la antigua naturaleza, y trata de hacer un solo individuo de dos y de curar la naturaleza humana. Cada uno de nosotros es, por tanto, un rompecabezas de hombre, al haber quedado seccionados, como los lenguados, en dos de uno que éramos. Por eso busca continuamente cada uno su propia combinación.

[…] Así pues, cuando se tropiezan con aquella verdadera mitad de sí mismos […] sienten un maravilloso impacto de amistad, de afinidad y de amor, de manera que no están dispuestos, por así decirlo, a separarse unos de otros ni siquiera un instante. Y los que pasan la vida entera en mutua compañía son éstos, que ni siquiera sabrían decir lo que quieren obtener unos de otros. Nadie, en efecto, podría creer que lo que pretenden es la unión en los placeres sexuales, y que es ése precisamente el motivo por el que el uno se complace en la compañía del otro con tan gran empeño. Al contrario, el alma de cada uno es evidente que desea otra cosa que no puede decir con palabras, sino que adivina lo que desea y lo expresa enigmáticamente. Y si cuando están acostados juntos se les presentara Hefesto con sus instrumentos y les preguntara: "¿Qué es lo que deseáis, hombres, obtener el uno del otro?"; y si, al no saber ellos qué contestar, les volviera a preguntar:«¿Acaso lo que anheláis es estar juntos lo más posible el uno del otro, de suerte que ni de noche ni de día os faltéis el uno al otro? Porque si es eso lo que anheláis, estoy dispuesto a fundiros y a unir vuestras naturalezas en una misma, de forma que siendo dos lleguéis a ser uno solo y, mientras viváis, como si fuerais uno solo, viváis los dos en común, y, cuando hayáis muerto, allí también, en el Hades, en lugar de dos seáis uno, muertos ambos en común. […] Al oír esto, sabemos que ni siquiera uno solo se negaría ni dejaría ver que desea otra cosa, sino que sencillamente creería haber escuchado lo que anhelaba desde hacía tiempo, es decir, unirse y fundirse con el amado y llegar a ser uno solo de dos que eran. Pues la causa de esto es que nuestra antigua naturaleza era ésa que se ha dicho y éramos un todo; en consecuencia, el anhelo y la persecución de ese todo recibe el nombre de amor […].

Por eso todo hombre debe exhortar a los demás a mostrarse piadosos en todo con los dioses, a fin de que evitemos unas cosas y consigamos otras, teniendo a Eros como guía y caudillo nuestro. Que nadie obre contra él –pues obra contra él cualquiera que se enemiste con los dioses–, porque si nos hacemos amigos y nos reconciliamos con el dios, descubriremos y nos encontraremos con nuestros amados correspondientes, cosa que ahora logran sólo unos pocos. […] Nuestra raza sólo podría llegar a ser feliz si lleváramos a su culminación el amor y cada uno encontrara a su propio amado, retornando a su antigua naturaleza. Y si esto es lo mejor, forzosamente, en las circunstancias actuales, lo mejor ha de ser lo que esté más cerca de ese ideal, esto es, encontrar un amado cuya naturaleza corresponda a nuestra índole. Por consiguiente, si queremos celebrar al dios causante de esto, con justicia celebraríamos a Eros, que en el presente es nuestra mayor ayuda, conduciéndonos hacia lo que nos es afín, y para el futuro nos proporciona las mayores esperanzas de que, si mostramos piedad para con los dioses, nos restablecerá en nuestra antigua naturaleza y nos curará, hasta hacernos dichosos y felices.

Este es, Erixímaco –concluyó Aristófanes–, mi discurso acerca de Eros”.


(Platón, El Banquete)

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